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miércoles, 16 de diciembre de 2015



Roca Rey. Relato épico de una coronación




Si se cree en el Destino, se puede pensar que tenía que ser en Madrid, ciudad rompeolas, capital de aluvión, donde 
Andrés Roca Rey empezase a labrar la senda de promesa y gran futuro que tiene a flor de piel las ilusiones del Perú. 
Si no se cree en el Destino, se puede pensar que no había mejor lugar que Madrid para que el joven peruano hiciese lo que 
hizo en la primera novillada de la temporada: dinamitar los cimientos del escalafón de los novilleros, revolucionar las aguas del
 futuro, despertar la esperanza de todos. Se crea en el Destino o no, lo cierto es que Roca Rey salió de Madrid con lo que entonces 
era un guión por escribir y hoy, en retrospectiva, es la historia vibrante de una temporada de triunfos, sangre, dolor y crecimiento. 
Un relato épico.
Y rotundo. El Roca Rey que se presentó en Madrid aquel comienzo de temporada tenía quizás todas las ganas del mundo, 
pero solo dos novilladas hechas. Con su triunfo se ganó un futuro, y fue también paradigma y demostración de que los éxitos en 
Las Ventas siguen contando. Y mucho, sobre todo si no son casualidad o alineación de astros. No lo fue en el caso de Roca Rey, 
protagonista de una temporada de rotundidad inusitada. Desde los años noventa, con aquel Manuel Caballero del que se decía que 
tenía las llaves de todas las Puertas Grandes, no se recordaba una redondez tal, tanto en volumen de esportón como en relevancia 
de los sitios.
Porque después de Madrid, aquella tarde y también en San Isidro, vino Sevilla. Una Puerta Grande con completo sabor a Puerta del 
Príncipe, dos orejas logradas con su toreo de arrojo y mando, de valor inteligente; dos orejas con las que se metía a empellones en la primera fila sin pedir la vez, ni falta que hacía. Convulsión y ritmo de figura las de un Roca Rey que mordía cada tarde, en el circuito que fuese, y que también mordió en Pamplona. El Palco le negó una Puerta Grande que el público quería para él, pero no pudo borrar la impresión de que aquel joven de 19 años no era sólo una joya peruana, sino un lobo hambriento dispuesto a caminar a dentelladas por el planeta toro.


Y aún quedaba Bilbao, después de meterse en el bolsillo el circuito francés, tan exigente como leal. En Vista Alegre toreó reunido, apretado, capaz. Sereno y aplomado. Lejos del arrebatamiento o la afectación, cerca del toreo que hace crecer al toreo. Tres orejas le coronaron Rey... en paseo triunfal por citas novilleriles clave del mes de septiembre, como Collado Mediano o Calasparra. Cuando ya la alternativa estaba en mientes, cuando seguro que le corrían ya por el cuerpo los latigazos de nervios y ansiedad, Roca Rey probó la desgracia. Era el triste ingrediente que le faltaba a su relato hasta entonces idílico para tornarse decididamente épico. En Villaseca de la Sagra, el valor seco se cobró su precio en forma de cogida. Grave fue la cornada, pero más grave aún esa fractura de escafoides que dio miedo desde el principio y que acabó confirmándose como gran noticia mala. El camino cortado, el suspense de los esperados, el doctorado de Nîmes en el aire... Pero llegó. Triunfó. Y en América sigue ahora mismo, haciendo su ley.

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