El triunfo de El Juli en Pamplona tenía una pureza extraña y potente. En la Feria más internacional, en la plaza más atronadora, ante el público probablemente más festivo, el torero de Madrid se fue en hombros con dos orejas por una faena radical, de tan anclada a las premisas básicas de la tauromaquia. Poder, dominar, torear. Tres fases fundamentales. Una lógica en la que lo orgánico y lo artístico se alean. Una lógica que El Juli, experto en ella, ejecutó con una transparencia casi didáctica. Lo hizo frente al quinto, toro bueno premiado generosamente con la vuelta al ruedo, de una corrida de Victoriano del Río que es, hasta ahora, la corrida más completa de la Feria del Toro.Bien construida, salvo el sexto, que desentonó por altura, largura y fealdad, el envío enseñó en el ruedo calidad, fondo para embestir, humillación y nobleza. Tuvo un buen pitón izquierdo el primero del lote de Padilla y clase innegable el cuarto, del que había que tirar más que esperarlo. En el lote de Alberto López Simón cayeron dos toros que estuvieron lejos de ser de triunfo claro pero que tuvieron movilidad. El más complicado fue el segundo, caído en el lote de El Juliy con el que esbozó la enseñanza sobre el corazón del torear que desplegaría en el quinto.
Era este toro segundo un ejemplar bajo y bien construido, de cara abierta y velas astifinas. Durante los primeros tercios, enseñó la tendencia a apretar hacia adentro, de volcarse sobre los cuerpos y también de detener su viaje de maneras extemporáneas. El Juli le tomó las medidas y se puso desde el principio a la tarea de ahormarlo: comienzo poderoso y lidiador de rodilla flexionada, cite mandón, control de las alturas… Durante las dos primeras series, pareció que era en vano y que el toro, cada vez más deslucido, no brindaría ni una sola embestida clara. Solo pareció, porque a la tercera, la estrategia de El Juli hizo ‘click’ y el de Victoriano del Río comenzó a colaborar en muletazos buenos y hondos, sobre ambas manos, mucho más meritorios porque antes de ellos, la opción era el vacío. Pinchó y eso mandó al garete el premio.
Pero el poder estaba ahí, lo está siempre en la muleta del torero que parece querer dar una vuelta de tuerca cada tarde a la idea de ‘dominio’. Y se desplegó frente a un ‘victoriano’ en el tipo de la casa, que enseñaba las palas astifinas, blanca mazorca, pitón negro y que fue apenas picado, pues el primer puyazo, un volteretón al picador que por milagro no fue grave, en puridad no existió. Solo con el segundo, pues, llegó al último tercio en el que El Juli desvelaría, una vez más, la difícil sabiduría de hacer siempre lo que le conviene al toro. Y a la lidia.
Los muletazos por abajo para domeñar la brusquedad del viaje sin pulir del toro. La paciencia para enseñarle a seguir la muleta, para hacerle creer que la alcanzará si la persigue ordenadamente. El poder para desbastar lo salvaje que vive en el movimiento del toro. Y después, exactitud en cites y distancias mediante, la dominación. Que es imposible sin el valor y la seguridad para aguantar las dudas del astado. Que consiste en reducir su voluntad al mismo tiempo que se reduce su velocidad. Dominar es construir los cimientos del toreo, y El Juli lo hizo con media muleta en la arena, con los vuelos siempre adelante y el final del muletazo siempre atrás, tan atrás. Consumada la dominación, es posible el toreo lento, el que impone su propio ritmo; el toreo profundo, el que impone su propia altura. El toreo largo y relajado que terminó de dar forma a una faena plena. De dos orejas sin discusión posible.
Una oreja cortó López Simón, del sexto. Y lo hizo tras una tarde de muy loable entrega, de sed y de búsqueda incansable del triunfo. Al joven torero de Barajas, el destino le había puesto en las manos por la mañana un lote de condiciones opuestas a las que hacen esplender su tauromaquia. López Simónse expresa y emociona en el toreo quieto, el que liga en una baldosa y asombra por la grandeza que cabe en un cuadrado imaginario y pequeño. En su segunda tarde en Pamplona, sin embargo, se las vio con dos toros a los que había que perder pasos, a los que hay que recolocar constantemente, con los que hay que calibrar en todo momento la distancia. El diestro se los pasó siempre cerca, no abandonó la base de su concepto y puso todo de su parte. En el sexto, eso fue acortar la distancia, meterse entre los pitones y en el terreno del toro, y lucir el valor inmenso que le permite todo lo demás.
Juan José Padilla, aclamado ‘Pirata’ en Pamplona, cortó otra oreja. El de Jerez, que brindó al actor James Cosmo, protagonista reciente de la serie‘Juego de Tronos‘ y visiblemente emocionado por el gesto del torero, comprobó que su relación privilegiada con San Fermín sigue intacta. Y se dispuso a honrarla con lo mejor de sí, con la actitud y la entrega que le ha ganado el cariño allí y en muchas otras plazas. Variado con el capote, sólido en dos buenos tercios de banderillas y animoso con la muleta, logró calentar hasta el triunfo su faena al primero de la tarde, un cinqueño de Victoriano del Río que tenía un buen pitón izquierdo y al que exprimió con sus armas, antes y después de que el toro le trazase un varetazo en el pecho, casi al final del trasteo. En el cuarto, la merienda y la condición del toro, que exigía las cosas siempre por abajo, dejaron todo en el terreno del no-triunfo. Pero a Padilla lo despidieron como si sí. Esa es otra forma de dominio.