Ni el ruido, ni el vino, ni la algarabía de las peñas. La historia del penúltimo festejo de Pamplona fue la tarde implacable de tres toreros: Roca Rey,Sebastián Castella y Miguel Ángel Perera. El joven torero peruano cortó dos orejas, disfrutó una nueva Puerta Grande y metió su trayectoria, su aureola y su seguridad en el terreno de lo insultante, con una faena a la que le cuadra perfectamente el término ‘impresionante’. Queda la de Miura, pero el suyo es ya, con cinco orejas en el esportón, el gran nombre de la Feria del Toro.
El de Perera pudo serlo también: firmó ante el segundo de la tarde la que probablemente sea una de las mejores faenas de su año y se rehízo, con formas de torero tío, de una tremenda voltereta. Pudo cortar tres orejas y la espada le dejó con dos ovaciones. Pobre balance para una tarde de nivel sobresaliente. Como el que ofreció Sebastián Castella, quien también dejó ver una de las mejores versiones de sí mismo. Enfrascado en la tarea de darle una vuelta de tuerca al toreo despacioso, el diestro francés cuajó el toreo sobre la mano derecha, con encaje y ceñimiento, frente al cuarto. Pudo ser de dos orejas, pero la espada no entró a la primera y el premio definitivo fue una oreja.
La actitud y el toreo de los tres no sólo dio argumento a la tarde, sino que multiplicó los matices de la corrida de Núñez del Cuvillo. Envío dispar el de la divisa gaditana, en el que hubo toros serios y en el tipo, como el primero o el cuarto; ofensivos como el sexto, que enseñaba las puntas; atacados de kilos en exceso, como el quinto y de hechuras discordantes, como el tercero, que tenía buena constitución y una arboladura excesiva que parecía una contradicción. En cuanto al juego, tuvieron en general nobleza y más movilidad que bravura; exigieron más que se entregaron y obligaron a la terna a no despistarse y a no volver la cara.
Fue el caso del tercero de la tarde, un castaño de 510 kilos, cara abierta y pitón ultradesarrollado, que se llamaba ‘Bobito’ y fue a su aire durante los dos primeros tercios de la lidia. Con pies de locomotora, arrolló a Roca Rey cuando trataba de ejecutar una tafallera, pero el torero se recolocó los huesos y el ánimo para hacer lo que quería hacer. Brindó al público (la movilidad era una opción de triunfo) y desplegó esa fe en sí mismo que hace que el toreo le fluya en las muñecas y el corazón se le acelere a los tendidos.
Roca Rey no corrige, no desiste, no mueve un ápice los pies ni el gesto y cita a todos los toros como si fuesen toros buenos; así hizo con este de Cuvillo que no iba entregado en la muleta pero acabó yendo a base de consentirle, tragarle y no moverse. La muleta en la cara, la muñeca presta siempre a hilvanar los viajes y una capacidad inmensa para imponerse. Y si el toro se para o se descoloca, se lo saca por la espalda, de manera inverosímil. Tenía el triunfo en la mano desde antes de cerrar con las manoletinas, de pie primero, de rodillas después; pero fue ahí, y en la estocada recibiendo, donde terminó de poner a la plaza en pie. Cortó dos orejas de clamor y no se calmó la sed, porque lo intentó todo frente al sexto, un toro deslucido que acabó por no darle nada.
Sin retorno parece el viaje de Castella en la búsqueda del toreo templado. Lo mostró ante el cuarto de la tarde, que enseñó alegría en los primeros tercios y motivó al francés a brindarlo al público. Tras el inicio con pases cambiados por la espalda, Castella cuajó (exactamente, cuajó) el toreo sobre la mano derecha: toreo encajado, ceñido el toro a la barriga, el toro embebido en la muleta, largo el trazo, despacio el viaje. Así en una, dos, tres y cuatro tandas. Excelso núcleo de una faena magnífica. La tomaba con las manos el toro por el izquierdo, así que tras la exploración, Castella regresó a la diestra. Estaba el toro entonces ya más apagado, y el torero se metió en su territorio para acabar de dominarlo. Cortó una oreja, que habrían sido dos de entrar la espada a la primera. Con el primero, que tuvo prontitud y solo eso, había dejado detalles y testimonio de sus ganas.
Tampoco le dio nada el segundo a Miguel Ángel Perera, pues fue el torero quien se lo ganó todo. Era un toro astifino, de hechuras poco reunidas, que comenzó pronto a marcar querencia y a embestir con brusquedad. Tras acordarse de Víctor Barrio, Perera le aplicó el mejor comienzo: tres series soberbias sobre la mano derecha, desde la distancia justa y con la muleta siempre adelante, para viajar después por abajo y limpia hasta el final. Halló ahí la humillación que el toro había mostrado en varias embestidas a los capotes, de salida, y cimentó una faena que siguió creciendo en dos tandas al natural, rotundas. En un pase de adorno, el toro le golpeó en la espinilla con el pitón y le pegó una paliza horrible y soberana. Pero Perera, con el rostro lleno de arena y sangre, cerró su obra con otras dos series irreprochables. Sin mirarse. Firme, valiente, hallado a sí mismo en su mejor versión… pero la espada no entró y dejó sin premio una faena de dos orejas.
La espada tampoco le ayudó en el quinto, y eso más que la voltereta es lo que mascullaría el torero al término de la corrida. Gordísimo ‘Novelero’, un negro mulato de 620 kilos que no humillaba en el embroque y además salía del muletazo con la cara arriba. Perera lo sobó sobre la mano derecha hasta que halló que el pitón del toro era el otro. Al natural logró el extremeño tres series, de tres la primera, más rotundas la siguiente, de toreo largo y templado, posible porque le perdía un paso al toro ya que éste no se rebosaba. La espada, de nuevo, dejó en ovación lo que era de oreja. La de Perera era una tarde de tres orejas. Sin vuelta de hoja